[Actualización 05] Escritura. Sobre la convergencia
:: Lo que estoy escribiendo: Sobre la convergencia
Carta explicativa para improbables editores

Soy el peor vendedor que usted pueda conocer. Prueba de ello es que este comenzando mi desde ya inútil intento por convencerlo de que publique mi novela con esta frase. Escribir estas líneas me ha tenido dos días sin dormir. La ansiedad y la humedad me están matando; en mi desesperación optaré por la franqueza, que a veces funciona: yo no soy el escritor que usted espera.

Escribí Sobre la convergencia partiendo de una idea que la humanidad frecuenta desde sus orígenes: la realidad no es unívoca, sino que resiste múltiples interpretaciones. De ahí al concepto de dos realidades superponiéndose, desgarrándose o intentando amalgamarse había sólo un paso, justo el que me decidí a dar. Elegí utilizar narradores múltiples, no sólo los tres amigos que llevan adelante el grueso de la historia, sino también otras voces que se van incorporando para sumar sus historias al texto.

De alguna manera, mi concepción de la novela es clásica, porque admiro la libertad que tenían los primeros narradores al incorporar fuentes, relatos y estilos que estaban allí, al alcance de su mano, y que se evidencia como un embrión monstruoso en las colecciones de cuentos medievales. He pensado durante largo tiempo en mi interés por este tipo de textos en los cuales diversas historias convergen, se unen, se devoran y digieren. Creo que manifiestan un deseo de encontrar un sentido unificador, una cierta sensación de que existe un propósito detrás de lo cada cosa que sucede, como si todo, aún lo más disímil, pudiese encajar en un rompecabezas que tiene mucho de perverso.

Estructuré Sobre la convergencia como si fuese una novela de caballerías porque en ese momento estaba fascinado con el género; hasta me tomé el trabajo –inútil, por cierto– de colocar un pequeño resumen de cada parte respetando ciertos rasgos de la gramática medieval. Claro que mis personajes son un tipo de caballeros un tanto extraños, pero de alguna forma comprendo que son héroes. Simples, tontos, un tanto extravagantes. Tal vez me hubiese gustado que sean de otra manera, pero ellos decidieron trabajar con esos aspectos de mi persona que me son más desagradables.

Comprendo que la escritura debería ser el ejercicio de la libertad, y a lo largo de la redacción de Sobre la Convergencia he intentado sentirme lo más libre posible. Entiendo que la imaginación –palabra clave en mi diccionario personal– no es una fuerza desbocada; no sirve para quebrantar las normas, sino para crear otras distintas. El ejercicio de la imaginación es una disciplina difícil, porque como no somos dioses, el crear un mundo literario en siete días trae aparejadas algunas complicaciones. Es por eso que cuando escribo me ciño a un estructura determinada, lo que debería evidenciarse en Sobre la convergencia. Intenté trabajar con distintos géneros y registros, desde el cuento hasta el teatro, utilizando una cierta pluralidad léxica e intertextual. Tampoco me he limitado al momento de plagiar, de manera que he abrevado de todo lo que tenía a la mano en homenajes descarados y no tanto.

Sobre la convergencia es contradictoria, y es posible que esto se deba a que yo también lo soy. Cuando me lanzo a escribir una novela, sé que estoy perdiendo el control narrativo, porque es el más imperfecto de los géneros; tal vez por eso es tan parecida al hombre. Los cuentos funcionan; las novelas, en cambio, laten.

Sobre la convergencia refleja muchos de mis intereses. La historia del bandoneonista, una de las últimas partes de la novela que escribí, es un claro ejemplo: reúne mi amor por la mitología tanguera y la pasión por la Buenos Aires idealizada de mi adolescencia, pero también refleja mi vinculación con ciertos temas religiosos. En este pequeño relato intenté versionar la Biblia haciendo énfasis en la figura de Satanás no a través de la ironía, sino intentando vislumbrar sus motivaciones trágicas. Otro tanto sucede con el episodio protagonizado por el cultísimo Minotauro que habita en la biblioteca del Colegio Máximo. El concepto de verdad me ha intrigado desde siempre, porque si bien considero que la realidad se lee de distintas maneras, soy tan primitivo como para pensar que existe una revelación espiritual que es igual para todos. El Minotauro representa mis propias divagaciones, la búsqueda de una verdad que se amolde a mi espíritu haragán pero en constante bulla. También quise incorporar a aquellos autores que de alguna manera fueron claves en mi concepción literaria, lo que se ve reflejado en las constantes referencias a otros textos, todos los cuales me han impresionado de distintas manera, aún sin haberlos leído, porque es sabido que los libros tienen un poder tan grande como para cambiar nuestra forma de ver el mundo aún antes de que los hayamos abierto.

El episodio con el viejo coronel tal vez sea uno de los más importantes, porque en él intenté establecer mi relación con la historia y política argentina. Nací en mil novecientos setenta y siete y me crié con el fantasma de los hijos de desaparecidos respirando muerte a mis espaldas. Nunca tuve el temor de ser uno de ellos –después de todo, soy el vivo retrato de mi padre– sino más bien la fantasía macabra de “poder haber sido”. Lo que imprecisamente llamamos proceso militar fue un punto de inflexión en la forma de pensar el país. Este segmento, en el que una tropa del siglo diecinueve se presenta para ajusticiar a un viejo torturador, fue mi forma personal de cerrar un asunto que nuestra nación parece querer diluir en soluciones maniqueas y superficiales olvidado que la justicia debe ser más rápida que los gusanos que consumen a nuestros muertos.

En este episodio y en la historia del profesor Vilal, demiurgo en medio del holocausto criollo, he intentado abordar los sucesos del proceso desde la poesía de lo macabro, desde la humanidad del torturado, desde la sangre coagulada en un playón de mala muerte.

No he hablado sobre el apéndice de Sobre la convergencia, el relato Sobre los inmortales. Fue el resultado de mi fascinación por Borges y Bioy Casares. Al primero lo admiré desmedidamente y recién después de escribir la novela pude dimensionarlo con mayor corrección. Sigo creyendo que es un escritor increíblemente bueno y es claro que estoy alejado de su perfección –para ser francos, de la suya y de cualquiera– pero su afición por lo fantástico siempre me resultó fascinante. A Bioy Casares lo odio con toda mi alma; si aún estuviese vivo, me tomaría el trabajo de terminar con su angustiosa existencia. Leer a Bioy siempre me resultó humillante, hasta el punto de perder las ganas de escribir. Por fin, un día decidí poner un punto final al asunto y fue entonces cuando me di cuenta de que podía incluirlo en una historia con la que fantaseaba desde hacía tiempo: una reconstrucción del mito de Pigmalión en clave de ciencia ficción. La figura del autómata me dio más posibilidades que la del robot; en Argentina, donde las cosas se arreglan con alambre, es más fácil de creer un hombre de flejes y engranajes. Traté de relatarlo como si fuese un cuento fantástico inglés al estilo de las fantasmagorías de M. R. James, y por eso elegí un narrador pretendidamente refinado. Eso me permitió también especular sobre el paso del tiempo, la muerte y la eternidad.

Sobre los inmortales es mi solemne parricidio literario. No se puede escribir literatura fantástica en la Argentina sin tener la delicadeza de enterrar primero a Borges y Bioy. El cuaderno de Gregorio Zhinder es el modesto velorio que mi capacidad pudo brindarles.

Pinta tu aldea y serás universal” dice el adagio atribuido a Tolstoi. Estos dos relatos, que ustedes leerán juntos, transcurren en San Miguel, la ciudad en la que vivo desde mi infancia. Sucede que mi aldea se ha devorado al mundo, está atragantada de universalidad. Sus calles son vulgares y grises, pero hay días en los que los ojos entrenados pueden ver cosas asombrosas y los oídos atentos, escuchar historia fascinantes, como la del prostíbulo construido sobre una gigantesca vulva primigenia o la de las tres brujas niñas que cuentan historias de terror a quienes se dignen a darles una monedas. Antes de escribir, camino, miro, escucho, camino un poco más, vuelvo a escuchar. Los andenes, las casonas, los árboles extraordinarios, las vías abandonadas. Todo un espacio que reclama una mitología propia. Mis historias transcurren en San Miguel porque es una ciudad vulgar y nada hace contrastar más los colores de lo fantástico que una realidad gris.

¿Todavía sigue ahí? Realmente se lo agradezco; debe haber sido un trabajo arduo aún para alguien entrenado en el oficio de leer. Al comienzo de este texto le dije que yo no soy el escritor que usted espera. Como comprenderá, soy en extremo vulgar, un sujeto opaco y simple que ama escribir. Yo no soy el escritor que usted espera, pero Sobre la convergencia podría ser la obra que usted quiere para su editorial. No lo sé, pero créame: me encantaría que lo sea.

1 comentario:

  1. Yo no te lo puedo editar pero me gustaría leerlo! De algo sirve no? :)

    ResponderEliminar