::Guía Hi Tech
Este libro fue un verdadero desafío. La tecnología me fascina y repugna al mismo tiempo, porque puede hacernos llegar a lugares antes impensados, pero también a parajes desolados.

Acepté escribirlo sin saber muy bien en qué me metía. Fue un viaje fascinate, debo reconocerlo, peor también agotador. El resultado es un libro del que estoy particularmente orgulloso, no por mérito mío, claro, sino por el de mi editora Patricia Vergara Adrianzen que hizo un trabajo más que excelente publicando el libro en un formato muy llamativo, ya que es más ancho que largo, como las viejas revistas de historietas que muchos de nosotros leíamos cuando niños.

Aunque el libro fue pensado para jóvenes, quizá fueron los padres quienes mejor lo recibieron, tal vez porque sean ellos los que más información necesitan sobre los nuevos horizontes tecnológicos.

¿Tal vez sea bueno escribir una Guía para padres de viajeros de las nuevas tecnologías? No lo sé. Es probable que de hacerlo, sea leída exclusivamente por los hijos.

Nunca comprenderé el mundo editorial.

Nunca.
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Abajo les dejo el prólogo. Hay cosas que hoy quisiera cambiarle –francamente, no conozco a nadie que le guste hablar de microprocesadores, pero la frase fluyó y nunca tuve el valor de corregirla-, pero aún así me sigue pareciendo que está bien.

Amigo lector, no se horrorice: Parece largo, pero se lee rápido.


Insert coin:
Detesto la tecnología, pero no puedo vivir sin ella.

De pronto, se hizo la noche.

Tenía mucho trabajo por delante, unas cuantas hojas que revisar y algunos mensajes que enviar, pero la noche había llegado para quedarse al menos unas horas, o eso me dijo el empleado de la empresa de electricidad cuando lo llamé para preguntarle por qué me había quedado sin luz en pleno verano: Ni computadora, ni televisor, ni aire acondicionado, ni siquiera la tenue luminiscencia de la lamparilla de un refrigerador atiborrado de productos lácteos, porque Felipe, nuestro pequeño hijo, todavía no había cumplido los dos años y necesitaba de todo el calcio posible para poder desarrollarse, según nos había dicho el médico.

A tientas, llegué hasta la cocina y busqué las velas, que como en la mayoría de las casas está en el último cajón, detrás de un peligroso amontonamiento de bolsas de nylon comprimidas y dispuestas a salir disparadas cuando un incauto –yo, Ezequiel, un gusto, por si aún no me había presentado– se atreva a abrir su guarida. Cuando por fin pude dar con ellas –tenemos sólo dos velas, ambas a medio usar. Le he dicho a mi esposa, Verónica, que deberíamos comprar algunas más, pero cuando hay luz… ¿quién se acuerda de unas simples velas?–, intenté alcanzar los fósforos que prudentemente guardamos al alcance de la mano, en el cajón de arriba, el de los cubiertos. Un excelente sitio, accesible y adecuado para momentos de necesidad, con la pequeña salvedad de que está repleto de cuchillos puntiagudos al extremo, de esos que no quisieras que tus tiernos dedos rozaran en la oscuridad, que es precisamente lo que está por suceder. Cuando creo que voy a tener suerte y esta vez no voy a pincharme, la yema de mi dedo índice roza el filo de la hachuela que compré a un vendedor ambulante con el único propósito de cortar las pizzas que todos los viernes por las noches cocino para mis amigos. Primer grito de dolor. Bueno, por lo menos ahora sé qué será lo primero que haré cuando por fin logre encender la primera vela: Buscar unas tiritas en el botiquín y rogar para que la hemorragia se detenga lo antes posible.

Mientras tanto, Verónica pregunta insistentemente qué sucedió y mi hijo se aferra a mis piernas con su corazoncito latiendo como si fuera a salirse de su pecho. Por fin, logro encender la vela.

–Se cortó la luz… –dice Verónica. Bueno, eso explica todo, pienso. Estoy intentando determinar que voy a realizar a continuación, cuando una gota de cera se desliza hasta mis dedos. Segundo grito de dolor. Me consuelo pensando que al menos, le herida ya está cauterizada. Pego la vela en una taza –debo recordarme limpiarla antes del próximo café. La mañana posterior a la última vez que se cortó la luz, tuve un desayuno fatal– y me dirijo al teléfono, seguido por Felipe y Verónica. Llamo a uno de esos maravillosos servicios telefónicos gratuitos y pienso que preferiría pagar cualquier tarifa antes que escuchar durante diez minutos una espantosa promoción musical que me explica como ahorrar luz, cosa que estoy haciendo muy a mi pesar en este momento. Por fin, una operadora me dice que el reclamo ya está realizado y que en unas horas vendrán a reparar una llave no sé cuanto que hace no sé qué y que aparentemente se ha quemado por qué sé yo que problema.

Yo no sé como es en tu país, pero acá, en Argentina, cuando alguien te dice «unas horas» lo que quiere decir es «unas cuaaaaaaaantas horas», así que le digo a mi esposa que cargue en una bolsa los productos lácteos que tanto trabajo nos costó adquirir y que se vaya con Felipe a la casa de sus padres, que todavía tienen luz –aunque quien sabe por cuanto tiempo–.

–¿Y te vas a quedar solo y a oscuras? –me dice Verónica y yo pongo mi mejor cara de héroe involuntario, porque no hay nada mejor que tu chica sienta que te estás sacrificando por ella.

–Voy a estar bien –le digo mientras que el sudor empieza a correr por mi espalda. No se trata de miedo, sino del calor que ya comienza acumularse y que en unos minutos será insoportable. Siempre he creído que la persona que construyó mi casa, tendría que haberse dedicado a la literatura, porque en verano conserva el calor y en invierno lo disipa, una ironía perfecta.

Al rato, mi esposa está saliendo hacia la casa de sus padres. Yo la saludo desde la vereda y después decido quedarme sentado en el quicio de la puerta para intentar refrescarme un poco con el viento, que por supuesto no sopla. Comienzo a pensar que tal vez no es mi día.

Hago una lista mental con todo el trabajo que debo realizar para la mañana siguiente, trabajo que sólo podré concretar si mi computadora vuelve a ponerse en funcionamiento, cosa que sólo sucedería si la empresa de energía eléctrica se dignase a devolverme un servicio por el que pago todos los meses. Cuando voy por el ítem número treinta y dos de mi lista, decido detenerme, conciente de que no he llegado ni a la mitad. Empiezo a pensar que lo mejor va a ser encontrar alguna forma de pasar el tiempo. Podría ver la televisión, leer un buen libro, escuchar la radio… Todo eso si tuviese luz, pero resulta que no tengo. Así que respiro hondo e intento calmarme.

Y entonces, sucede.

Allí, sobre mi cabeza, hay algo que hace mucho no veía, o sería mejor decir: hay algo que hace mucho tiempo no me detenía a mirar: Pequeñas lucecillas pendiendo de un telón azul oscuro. Es el cielo nocturno. Lo observo durante unos minutos y de pronto me doy cuenta que estoy llorando. Hay algo magnífico y conmovedor en esas estrellas, en esa inconmensurable grandeza, como el eco de un Creador inmenso y poderoso, algo que el hombre, con todas sus redes de comunicación, sus juegos de video, sus asombrosos teléfonos celulares nunca logrará superar.
Es en ese momento cuando decido que ya es hora de comenzar a escribir este libro.

Dominiopropio.com

La explosión fue terrible. Todos lo sabemos porque cientos de películas y series se han encargado de dejarlo bien claro: La nitroglicerina es un producto químico inestable, que puede estallar al menor descuido. Y precisamente fue eso lo que sucedió en la primera fábrica de este explosivo que intentaba producirlo de manera más o menos masiva. Así fue como falleció Emilio, uno de los impulsores de la empresa. Su hermano mayor salvó la vida, pero el pesar frente a la muerte de su hermano lo acompañaría durante mucho tiempo.

Sin embargo, era un luchador y decidió pelear para que accidentes como este nunca más sucedieran. Luego de años de estudio, descubrió que podía transformar a la nitroglicerina en algo mucho más estable. De esta manera, su fabricación y traslado sería más sencillo e increíblemente menos riesgoso. Impulsado por el dolor frente a la muerte de su hermano, un hombre había logrado salvar la vida de otros miles que ahora podrían manipular el explosivo sin que sus vidas corriesen riesgos. A mi me parece que esto es algo de lo que cualquiera debería sentirse orgulloso.

Tiempo después –no mucho tiempo, tan sólo un poco, porque las mentes perversas siempre son más rápidas y eficientes que las bondadosas–, los altos mandos militares descubrieron que aquel invento que había salvado tantas vidas podría quitar muchas más, así que decidieron utilizarlo como arma de guerra. Fue así como la dinamita se transformó en el explosivo que aniquilaría a más personas en la historia de la humanidad. Su creador, Alfredo Nobel, fue impulsado por los mejores sentimientos. Sin embargo, su invento se había vuelto contra él, como comprobó de manera bastante desagradable quince años antes de su muerte, cuando por error un periódico publicó su necrológica, en la cual lo recordaban como «el autodidacta que llevó a los hombres a la destrucción». Con la fuerza de espíritu que supo caracterizarlo, Alfredo Nobel decidió revertir esa imagen y donó su fortuna para la creación del prestigioso Premio Nobel, que galardona anualmente a las personas más destacadas en diversas ramas de la ciencia, la literatura y la política social.

Desde que escuché por primera vez la historia de Alfredo Nobel, hay algo que viene dando vueltas en mi cabeza. ¿Por qué el periodista que redactó la necrológica echó la culpa a Alfredo Nobel de algo que él no había hecho? Bueno, resulta claro que no estaba muy bien informado y según dicen, tampoco lo movían las mejores intenciones, pero lo cierto es que nadie en su sano juicio culparía a Nobel por lo que otros hicieron con su idea, máxime cuando él la había gestado para evitar que sucediese exactamente lo contrario a lo que pasó.

Y esto nos lleva a una idea interesante para comenzar con este libro: La tecnología no es mala, y quisiera explicarte por qué: los avances científicos no son ni buenos ni malos por el simple hecho de que no son personas; sólo los seres humanos tienen la posibilidad de optar entre lo bueno y lo malo. A esto algunos lo llaman libre albedrío, algo así como la posibilidad de discernir entre lo que está bien y lo que está mal y actuar en consecuencia.

Hace unos cuantos cientos de años atrás, un hombre muy sabio dijo que Dios había dado a los hombres «espíritu de dominio propio». Me gusta la frase, porque le agrega mucho al concepto de libre albedrío. No te dice solamente que el hombre puede optar entre lo bueno y lo malo, dice también que el hombre debe dominarse para no hacer lo malo, porque hacer lo incorrecto es una tendencia tan humana como caminar en dos patas y tomar café quemado en horas de trabajo.

Y creo que este es un buen punto de partida para un libro que intentará hablar sobre cómo vincularnos con las nuevas tecnologías. No se trata de juzgar los maravillosos avances que permiten una vida más cómoda, sino de intentar descubrir cuales son los riesgos que su utilización descontrolada puede causar y, de paso, pensar un poco sobre el rol que la tecnología ocupa en nuestras vidas.

Mira, me gustaría aclararte una cosa: No escribo esto con una pluma de ganso. Tampoco en una vieja máquina de escribir de esas en las que hay que tener tanta fuerza en los dedos como un levantador de pesas en los brazos. Tampoco en una de esas eléctricas que hacen un ruido terrible al momento de imprimir. Escribo en una computadora, en mi amada computadora que me ha acompañado en tantas aventuras.

Con esto te quiero decir que no vivo en una caverna sin saber utilizar un teléfono ni mandar un correo electrónico. Soy una persona a la que le encanta la tecnología, un enamorado de la informática y un apasionado de los videojuegos. De hecho, soy un enfermo de la tecnología, la persona menos indicada para escribir este libro, porque me resulta imposible criticar algo que en esencia considero positivo. No quiero darte consejos… Odio que me den consejos cuando no los he pedido. Pero si me gustaría que me ayudes a pensar sobre cómo la tecnología afecta mi vida, y tal vez también la tuya. Necesito detenerme a reflexionar y, te diré la verdad, no me gusta hacerlo solo. Necesito un amigo que se sume a mi viaje, pero no quiero que sea una de esas personas que se pasan todo el tiempo criticando a los teléfonos celulares o denostando a las computadoras, o que critican a los videojuegos y nunca –¡nunca!– han sabido lo que se siente al vencer al super poderoso villano que ha asesinado a tu familia virtual. Por eso, creo que eres la mejor persona para ayudarme a pensar sobre todo lo que me pasa con la computadora, los videojuegos y mi pequeño pero dúctil teléfono celular.

Vamos, tú eres como yo. No puedes despreciar una buena charla sobre microprocesadores, nuevos programas de chat o sobre ese lugar donde bajar las mejores imágenes para usar de fondo de pantalla. Y, sobre todo, tú eres como yo porque no puedes negarle a nadie un momento de charla. Así que, inserta la moneda y oprime start. Hay un villano que vencer y necesito un compañero de equipo.
Guía Hi Tech para viajeros de las nuevas tecnologías (Perú: Verbo Vivo, 2007)

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