[Actualización 03] Relatos. Celda
:: Lo que estoy escribiendo: En la celda
Relato breve

Escribir En la celda fue una experiencia compleja. De alguna manera, Darío Argento me hizo enamorar de las brujas con su trilogía de las madres. Claro que no se trató tanto de sus argumentos; lo que me sedujo fue la estética y la originalidad que el maestro italiano supo insuflar a un tema tan frecuentado.

Después, me enamoré de las descripciones de criaturas extraordinarias del libro Seres sobrenaturales de la cultura popular argentina de Adolfo Colombres y decidí meterme en el mundo de las salamancas, extraños lugares donde la tradición dice que se rinde culto al Diablo.

Por último, quise explorar un concepto que me acompaña hasta el día de hoy: demostrar que el horror real es más impactante que el sobrenatural. Por ese motivo, decidí ambientar el cuento en un campo de detención clandestino.

Para combinar todo, elegí un fraseo breve, entrecortado y un poco repetitivo. La primera persona surgió espontáneamente: siempre es una buena elección a la hora de retratar el horror.

Lo que sigue es un botón de muestra de En la celda.


En la celda
[fragmento]


Vos lo sabés bien, Mariana.

Acá siempre es de noche. No hay mañanas, ni tardes, ni mediodías. Acá siempre es la noche más profunda.

Noche de féretros cerrados.

Noche de tumbas recién hechas.

Noche de carne amoratada.

Noche de encías sin dientes.

Encías sin dientes.

Acá siempre es de noche. Cuando nos trasladan a la sala de torturas, nos colocan unas capuchas, así que nos resultaba imposible ver la luz del sol, si es que en alguna parte del trayecto existe una ventana. Los guardias vigilan para que siempre sea de noche.

Vos lo sabés bien, Mariana.
Acá siempre es de noche.


Antes éramos muchas, ¿te acordás? Pero la mayoría se han ido. Algunas desaparecieron; otras fueron trasladadas; la mayoría han muerto. No resisten las torturas. Mueren a causa de la debilidad y de la humillación.

Mariana, desde que desapareciste, no pasa un día sin que ruegue por tu alma. No soy creyente, pero acá se aprende a rezar. ¡Cómo extraño rezar con vos! Ahora lo hago sola; rezo desde que el guardia vino, abrió su mano y me mostró aquello. No pudo evitar mirarlo, me horrorizaban, pero no pude evitarlo. Vos me hubieses obligado a cerrar los ojos, pero ya no estabas junto a mí.
Estoy sola y tengo miedo, pero igual rezo por vos.

Rezo cada día pidiéndole a Dios que sea cierto lo que me dijo el guardia y que estés muerta y en paz.

Muerta y en paz.

En paz.

Hacía mucho que no traían a nadie.

La arrojaron en el medio de la celda. Estaba desnuda y mojada. Se quedó tirada en el piso de cemento, con las manos en la entrepierna y las rodillas contra el pecho. Vi su piel morena y su cabello negro y supe, a pensar de su mandíbula apretada y de las huellas de las torturas, que era bella. Es raro, Mariana, porque acá la belleza no importa pero igual seguimos fijándonos en ella, aunque de una manera más salvaje y primitiva, tal vez pensando que aún en el infierno la hermosura tendrá sus beneficios.

Al principio, no supe qué hacer. Tanto tiempo he pasado aquí adentro que he perdido la capacidad de sentir compasión.

–Tranquila –le dije–. Ya va a pasar.

Es mentira, vos lo sabés bien. Pero a pesar de todo, las palabras pueden despertar una esperanza, y en la ecuación de esta tumba, la esperanza es mucho más importante que la verdad.
Un tiempo después, logró incorporarse. A pesar del frío, se negó a ponerse las ropas que el carcelero le había dejado.

–Esto –me dijo– es igual que la inquisición.

¿Te acordás el día que me trajeron? Me hablaste de cualquier cosa, de lo que hacíamos afuera. No me hablaste de las interminables torturas, del frío, del hambre… ¿Para qué? ¿Iban nuestras palabras a detenerlos? Vos me recordaste que había otro mundo, un mundo que era necesario no olvidar para evitar caer en la locura.

–¿Qué hacías afuera? –dije a la nueva.

–Escapaba. Pero me atraparon en el monte.

–¿Estudiabas?

–Sí. Hace mucho tiempo que estudio.

Sus ojos eran alargados y enormes, con las pupilas negras y fijas.

–Soy la séptima hija mujer –me dijo como si aquello fuese una revelación. Yo la miré sin comprender, pero ella ni siquiera intentó explicarme–. ¿Y vos? ¿Qué hacías?

–Yo estudiaba literatura. Recién empezaba...

Me miró a los ojos y rompió a llorar como una niña. Yo sabía lo que significaba aquel llanto: Era el quebrantamiento frente a una situación que nos alejaba de lo que habíamos sido para convertirnos en animales apaleados sin motivo.

–El monte era mi terreno, pero ellos me atraparon –dijo entre sollozos– . Era de día y yo estaba débil. Podría haberme defendido, pero no tuve tiempo. Yo creo que se confundieron. No sé por qué me trajeron. Esto es un error, aunque a ellos no quieran reconocerlo.

–Ya no pensés en eso. Descansá, que yo te cuido– le dije. Era nueva, y los primeros días en este infierno no son fáciles. Los demonios caminan por los pasillos, gritan y torturan. Intentan doblegarte para que digas lo que quieren escuchar, algo que ellos llaman verdad pero que es la mentira del dolor.

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