[Actualización 02] Reseñas. Guardián
:: Lo que estuve leyendo: El guardián entre el centeno
The catcher in the rye, 1951. J. D. Salinger

Este es uno de esos libros que, por casualidad o juego del destino, signó gran parte de mis últimos años. Me lo recomendó una muy buena profesora de literatura que tuve en el secundario; varias veces hojeé el libro, incluso leí las primeras líneas, pero por un motivo o por otro, nunca lo compré.

En los últimos meses, leí varios artículos sobre Salinger. Todos hicieron que me interesara más en esta suerte de ermitaño literario, pero no pasé de leer un cuento o dos. Mi interés había crecido, pero la edición de El guardián entre el centeno estaba agotada.

Por fin, Edhasa publicó sus obras completas y decidí que por fin había llegado el momento de leerlo. Para entonces, ya sabía que este libro de título extraño había estado en el bolsillo de Chapman cuando asesinó a Lennon, que su autor vivía recluido desde hacía años y no había vuelto a escribir.

Debo decirlo de una vez: El guardián entre el centeno merece la fama que se ha ganado. Salinger toma la voz de un adolescente creíble es sus planteos y dilemas para lograr el retrato más cruel, ajustado y entrañable de una etapa determinante en la vida de cualquier persona.

Sin embargo, quien vea en la maratónica carrera de Caulfield tan sólo un retrato de los primeros años de juventud, se equivoca: Lo que Salinger propone es una visión del mundo que viene, de una realidad temible por su vacuidad y sin sentido. El vacío del protagonista no está en la ausencia de sus padres ni en las circunstancias de su vida, sino en su misma esencia, en la médula misma de su ser.

Caulfield sólo quiere un espacio para poder ser alguien, un lugar en el cual escapar de la frivolidad. Pero nunca lo encuentra porque, aunque no lo comprende, es él mismo quien genera ese vacío al no tener un objetivo que genere sentido a su vida. Los cambios de ánimo, los embates de tristeza, la gran capacidad para ver la falta de identidad en los otros pero la ignorancia absoluta para registrarla en él mismo, dan carnadura a Caulfield y convierten a Salinger en un gran profeta, ya no de la posmodernidad, sino de sus desbastadoras consecuencias.

La frase final se erige como una lapidaria reflexión sobre el sentido último de la literatura: «No cuenten nunca a nadie. En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo».

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