[Permanente] Sobre los inmortales
:: Sobre los inmortales. Novela breve
Ganador del segundo puesto en Certamen Alberto Magno 2004. Publicado en la antología Certamen Alberto Magno de fantasía científica 2006. Nominado a los premios Xatafi e Ignotus en la categoría novela breve extranjera.
Sobre los inmortales es un relato clásico, cuyo único despliegue narrativo consite en un simple juego entre pasado y presente. La idea me acompaña desde hace años, pero para ser sincero hace basntante más tiempo que camina junto a la humanidad: Los griegos ya la contaban en su mito de Pigmaleón, el escultor que se enamora de su obra.
Nunca sé muy bien de que manera se produce, pero lo cierto es que la ideas mutan como si lo que me rodea fuera una fuente incansable de radiaciones que alteran su ADN hasta volverla irreconocible. La verdad es que no sé exactamente cuantas veces intenté contar esta historia: Como cómic, como relato de ciencia ficción, como policial negro. Nunca terminaba de cerrarme.

Finalmente decidí descartarla, y entonces mi padre me prestó un librito que contenía una entrevista realizada al bibliotecario José Clemente sobre su relación con Jorge Luis Borges. Para aquel entonces, yo estaba obsesionado con Adolfo Bioy Casares -obsesión que aún no ha concluido, claro está-, de manera que hice lo más extraño que se me ocurrió: mezclé la historia de Pigmaleón con la vida de Borges y Bioy Casares.

El resultado no parece haber sido tan malo, porque obtuvo el segundo puesto en el Premio Alberto Magno de Ciencia Ficción y fue nominado a los premios Xatafi e Ignotus en la categoría novela breve.
Mariano Villerreal dijo algunas palabras elogiosas al nominarlo para el Xatafi. Las trascribo con mi natural falta de modestia:
El tema del relojero que crea el automata perfecto tal vez suene conocida pero el autor logra vertebrar una trama brillante dotada de una deliciosa ambientacion romantica, a la que suma la presencia (asombrosamente coherente en biografía y obra) de literatos como Borges y Bioy Casares.
Dicen que como muestra basta un botón, así que ahí va el diálogo entre Zhinder, el protagonista, y Adolfo Bioy Casares. Lo escribí en mis no tan lejanos tiempos de estudiante, durante una reiterativa clase de semiología.



Segundo Engranaje:
Adolfo Bioy Casares

Así fue como una soleada tarde de septiembre del mil novecientos noventa y ocho, llegué hasta la puerta del edificio de los Ocampo. Me recibió el ama de llaves con quien tantas conversaciones telefónicas había mantenido, una anciana de cabellos blancos y mirada astuta que me condujo hasta el quinto piso.


Bioy estaba en su escritorio. Al principio, no pareció darse cuenta de nuestra presencia, extasiado como estaba mirando por una ventana que daba a la calle. Sus ojos se perdían en un cielo de un celeste profundo que era desgarrado sólo por unas pocas nubes.

Bioy estaba sentado, vestido con un traje elegante pero no excesivamente formal. Parecía alto, de piernas largas y manos de nervaduras añosas que sostenían un bastón de nogal.

–Señor Adolfo –dijo la criada con una suavidad excesiva. El escritor se volvió para mirarla y luego de un momento, como si volviese de un abismo muy profundo, giró ligeramente sobre el eje de la silla y nuestras miradas se encontraron.

–¿Señor Zhinder? –preguntó con una voz quebradiza y firme al mismo tiempo. Asentí con la cabeza y estreché la mano que me tendía. Luego dijo al ama de llaves–: Jovita, acérquele una silla al señor Zhinder. Lamento tener que recibirlo aquí, pero desde hace años sufro las desavenencias de esa dolorosa enfermedad que han llamado con el poco eufónico nombre de «lumbago». Parece que los años no han hecho más que agravarlo, lo que no es de extrañar.

–No se preocupe. Mi abuelo lo padeció; sé lo difícil que resulta soportarlo.

Mientras tomaba asiento en un cómodo sillón inglés que el ama de llaves dispuso para mí, Bioy me dijo:

–Me gusta mirar el cielo. Es... misterioso. No me falta mucho para emprender el viaje y tal vez sea conveniente conocer el camino–. Bioy rió entre dientes. Luego, ante mi silencio, añadió–: No se asuste. Soy un viejo, y los viejos solemos tener un refinado gusto por lo macabro.

–Tal vez hombres y objetos se parezcan en un punto: Ambos adquieren cierta fatídica magnificencia con los años.

–Los años nos tiñen los ojos con un lente magnífico que nos muestra dimensiones de la vida que durante la juventud éramos incapaces de vislumbrar. Por eso, la muerte es tan terrible: Cuanto más cercana está, más nos aferramos a la vida, no por temor, sino por haber descubierto que a pesar de las mutilaciones que el tiempo ha producido en nuestras emociones, aún existen recodos del camino que vale la pena transitar.

»Pero no quiero turbarlo con las reflexiones de un viejo, señor Zhinder. Usted ha venido hasta aquí invocando una extraña historia.

–Sí, señor Bioy. Me he atrevido a molestarlo porque tal vez sea usted la única persona capaz de echar luz sobre un asunto que me inquieta. Borges relató a un conocido mío la historia de un relojero prodigioso que pretendía crear un autómata que reprodujese en todo al ser humano. Deseaba escribir sobre el tema, pero por algún motivo no lo hizo.

–¿Y usted quiere saber por qué?

–Sí.

–Borges me relató la historia en varias oportunidades. Al principio, se mostró muy entusiasmado con la obra, pero luego me sugirió que fuese yo quien la escribiese. Decía que la vida del viejo relojero carecía de magia, y que mi prosa se ajustaba más a las demandas de la trama. Si he de serle franco, la historia nunca me interesó.

–¿Nada más?

–Nada más. Ya ve, señor Zhinder, muchas veces la realidad es simple y previsible.

–¿Borges creía que la historia era cierta?

–Borges no creía en nada, o tal vez creía en todo. Eso no era importante para él. La historia era verosímil. Y eso sí le parecía curioso.

–¿Y usted? ¿Cree que fue real?

–Tampoco me importa. He dedicado mis primeros libros a intentar trasformar lo increíble en creíble. Después de haber dedicado tanto empeño a la tarea, he comprendido que las unidades en las que se mide la realidad son tan variables como las personas que la evocan.
Los ojos de un azul gris me escrutaron durante unos segundos. Había esperado encontrar más en aquella entrevista, pero me iba con las manos vacías.

–Sólo quería preguntarle eso... –murmuré.

–Y yo le he respondido.

–No quiero robarle más tiempo –dije, poniéndome de pie.

–No se vaya aún. Usted ha podido sacarse las dudas. Ahora ha llegado mi turno. Por favor, tome asiento de nuevo. Quisiera que me cuente por qué está interesado en la historia del autómata.
Dudé por un momento... ¿debía contarle la verdad? Algo en la voz del viejo me dijo que lo mejor era revelarle la existencia de las cartas y del artificio.

–La historia relatada por Borges sucedió realmente.

–¿Dorheim y su autómata...?

Afirmé con la cabeza.

–Tengo datos que lo prueban... cartas de la época sobre cuya autenticidad no existen dudas. Pero además, extrañas circunstancias que la providencia o la casualidad han pergeñado me han hecho poseedor de un secreto velado por el tiempo: Tengo en mi poder la cabeza del autómata, una pieza de riguroso diseño y complejo funcionamiento.

Bioy me miró a los ojos. Pude ver como el negro de la pupila devoraba el celeste del iris. Luego, agachó la cabeza hasta que su frente descansó sobre sus manos. De pronto, Bioy me pareció mucho más viejo y sabio que al comienzo de nuestra conversación.

–Borges... –dijo alzando el rostro, pero esta vez sin mirarme. Hizo una pausa. Su voz retumbó en la habitación con la gravedad de una caverna, visceral y fría al mismo tiempo–. Borges. Borges lo supo. Lo supo años antes de morir. Era consciente de la veracidad del relato. Yo no le creí. ¿Por qué iba a confiar en un hombre que había consagrado su vida al engaño de la ficción?

»Luego de la muerte de doña Leonor, la madre de Borges, nuestra relación fue distendiéndose y, aunque no se apagó del todo, ya no brilló con su antiguo esplendor. Pero un día Borges vino a verme. Ya estaba con María Kodama, pero esa noche llegó sólo, guiado por un hombre que lo acompañó hasta la puerta y se quedó en un automóvil, esperándolo. Me dijo que la historia era real, que Dorheim había existido y que había logrado descubrir el movimiento continuo. Sostenía que el plan del relojero era mucho más ambicioso de lo que parecía: No buscaba crear un autómata, sino dar vida a un inmortal.

–¿Lo logró?

–No lo sé. Borges creía que sí. Estaba seguro de ello. Era extraño, porque él siempre se había inclinado hacia la duda, ese estado de ambigüedad que tan bien le permitía desarrollar sus historias. Sin embargo, se mostró firme en cuanto a lo de Dorheim y su autómata. Estaba exaltado por su descubrimiento.

»Me dijo que sentía la debilidad de su cuerpo, que percibía como sus huesos poco a poco iban perdiendo la rigidez, acercándolo a una muerte lenta y humillante, un final sin gloria ni heroísmo.

»Si usted hubiese conocido a Borges, sabría con que patético y desesperado acento podían surgir esas frases en su boca. Él, que con sus páginas había surcado la eternidad, se enfrentaba ahora al fin de su tiempo. Y créame, señor Zhinder, la muerte de un hombre se parece mucho al apocalipsis de la humanidad. Lo digo porque desde hace años convivo con el horror de la muerte y la pasión por la vida, dos sentimientos que nunca han congeniado demasiado bien.

Bioy detuvo su relato, temeroso de que la emoción quebrase su voz. En la ciudad, el sol era apenas una franja de sangre durmiendo sobre el horizonte. Las penumbras comenzaban a transitar por los recovecos del cuarto, por la biblioteca y los libros que cubrían las paredes, por los papeles amontonados sobre el escritorio.

–¿Fue su última conversación con Borges? –pregunté.

–Fue la última vez que hablamos sobre nuestras pasiones y temores. Fue la última vez que experimenté la maravilla de la amistad que nos unía. Después de ese encuentro, las palabras que cruzamos fueron superfluas. Lo importante ya había sido dicho.

–Nunca volvieron a hablar sobre Dorheim...

–No. Pero aquella noche, Borges me reveló algunas otras cosas que tal vez le interese conocer. Dijo que si el umbral hacia la inmortalidad existía, él estaba dispuesto a cruzarlo.

»En aquel momento, sólo pude ver desesperación en sus palabras. Hoy, luego de tantos años, mi angustia frente al fin de mis días se equipara con la de Borges y me permite rememorar ese encuentro y descifrar en su rostro el espanto de una improbable esperanza.

–Hay momentos –dije– en los que todos necesitamos aferrarnos a algo, aunque eso implique entregarse al absurdo o ir en contra de lo que uno ha pregonado durante toda su existencia.
–Es cierto. Permítame que le cuente cuál es la esperanza a la que me aferro en mis últimas horas, Zhinder. Le habla un hombre a quien la muerte le ha arrebatado a su esposa y a su hija: He sufrido los dos golpes más duros que un ser humano puede recibir, escupitajos que Dios me ha arrojado en pleno rostro y de los que nunca he logrado recuperarme. Pero igual quiero vivir, Zhinder ¡Hay tanto por hacer! Me quedan aún tantos libros por escribir, tantas mujeres que admirar, tantos ocasos que atesorar...

»Cuando todo haya terminado para mí, usted y el mundo seguirán siendo y me olvidarán en el cieno del tiempo... Tal vez sea eso lo que me cause tanto dolor: Saber que la inmensa maquinaria del destino seguirá funcionando sin mí. La muerte nos revela lo prescindibles que somos, lo insignificante y pueril de nuestras pasiones. Tengo la imperiosa necesidad de aferrarme a una esperanza vana.

»Aquella noche en que Borges vino a verme, me hizo una promesa que siempre me ha acompañado: Si encontraba la puerta a la eternidad, vendría a buscarme. Para que Bustos Domecq no muera, me dijo.

Ya era de noche en la ciudad. Una oscuridad cerrada nos envolvía. La silueta de Bioy se había convertido en la sombra de un fantasma agotado.

No dije nada. No sabía que decir, o tal vez no había nada que agregar. Pero Bioy volvió a hablar.

–Desde que se fue, espero su retorno... creí que usted me traería noticias suyas... pero ya ve. El destino se empecina en burlarse de mí.

Me fui prometiéndole retornar y mostrarle la cabeza del autómata.

«Sobre los inmortales», Certamen Alberto Magno.

2 comentarios:

  1. ¿Dónde se consigue el libro entero?

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  2. ¡MUY BUENO!
    Yo tambien quiero leerlo todo!! Me lo podes mandar por mail o hay que largar una monedita? :)
    Si queres venderlo tengo una persona para presentarte ideal para estos asuntos!! jejeje!

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